Esta ciudad, la eterna rival de Melbourne, es una de las más multiculturales del mundo y también una de las más atractivas para vivir. La llaman “Harbour City” por su puerto y su imagen más conocida: la Opera House, diseñada como una nave al borde del agua. Lo primero, claro, es acostumbrar el oído al acento de los habitantes, con esa tonada de inglés australiano que al principio desconcierta un poco y después se vuelve familiar. De todos modos, hasta el más iletrado en inglés se podrá desenvolver sin problemas: en parte porque la ciudad está acostumbrada a los extranjeros, sean inmigrantes o turistas, y en parte porque la industria de la hospitalidad está tan desarrollada que todo ha sido pensado para pasear y conocer sin perderse. Bastará con tener en cuenta que aquí manda la herencia británica, y aún se conduce con el volante a la izquierda, una curiosidad “retro” en la modernísima Australia.
Detrás de lo que hoy parece una ciudad de gran belleza, hubo una vez una imagen horrible y despiadada. Apreciada por los navegantes por su considerable profundidad y por la existencia de manantiales de agua dulce, Sydney Cove se convirtió, pronto, en el punto de destino de millares de presos británicos para quienes el gobierno había decidido un viaje sin retorno. Presidiarios, delincuentes o no, a los que la dureza del clima y la crueldad de la naturaleza convirtieron en auténticos pioneros. Aún hoy, Sydney mantiene bastante de ese espíritu. La ciudad es tolerante con más de 150 nacionalidades y respira una frescura vital que el paso del tiempo parece acentuar todavía más. Es ese mismo espíritu el que ha convertido a Sydney en una ciudad ecologista, aunque todavía persista la herida dolorosa de los habitantes aborígenes, aún marginados, aunque la situación va cambiando lentamente.