Bajo la sobrecogedora presencia del Vesuvio recorremos los restos de Pompeya, cercana a Nápoles, cuyos vestigios se hunden en la época más esplendorosa del imperio romano. Hace dos mil años era tierra de buenos vinos elogiados por el poeta Marcial y entonces sucedió la erupción del año 79. Sabemos lo que ocurrió porque Plinio el Viejo, quiso estudiar el fenómeno de cerca y pereció en el intento. Plinio el Joven, su sobrino que observaba de lejos, documentó más tarde como la erupción del Vesubio sepultó a la pequeña Pompeya y a otras poblaciones. Un silencio de piedra cubrió los viñedos, las casas, las voces y hasta la memoria. Sólo cientos de años después Carlos III alentó el interés por las excavaciones, entonces los nobles napolitanos levantaron mansiones entre el volcán y la orilla del mar.
El 24 de agosto del año 79 un diluvio de cenizas, nubes de gases venenosos y ríos de lava rodaron vorazmente hacia Pompeya. En el mar, la furia del maremoto estrellaba las naves contra las rocas. Muchos buscaron refugio en el rincón más secreto de sus hogares pereciendo en postura aterrorizada. Enfriada la ceniza que los envolvía, y reducidos ellos a nada, se convirtieron en «moldes» de donde salieron los calcos realistas que ahora observamos. Son algunos de los veinte mil habitantes de una urbe más bien pequeña, pero antigua y comercial.
Pompeya era una mera cita erudita hasta el año 1750. Entonces comenzaron a llegar los espíritus ilustrados de ese tiempo, como Goethe que escribió a propósito una frase célebre: «Muchas desventuras han acaecido en el mundo, pero pocas han procurado tanta ventura para la posteridad». Se refería al hecho de tener delante, intacta, una ciudad romana detenida en su pálpito cotidiano.
Eso es exactamente lo que ven los visitantes: el foro, los templos principales, el mercado y los almacenes. Para el ocio y la diversión, había donde escoger: el Gran Teatro, el Odeón, el anfiteatro. En este último tenían lugar los espectáculos de masas: gladiadores, fieras, competiciones deportivas... Lo mismo que en nuestros estadios, algunos encuentros degeneraban en batalla campal. Aquellos vividores también gastaban su tiempo en el callejón del lupanar, en los burdeles de Pompeya, que era una ciudad consagrada a Venus. En los burdeles había sobre todo mujeres de clase baja o extranjeras y las pinturas conservadas en sus paredes, orientaban sobre los servicios.
Pero lo importante no está en las cosas que se ven, sino la especial emoción que desata el paseo. Se tiene la sensación de irrumpir en la villa a la hora de la siesta, cuando sólo faltan las cuadrigas ruidosas cavando surcos en la calzada, los peatones atravesando la calle por los pasos de losas elevadas para esquivar los regueros. En las casas, a la entrada los mosaicos dicen «bienvenido» o «cuidado con el perro», nos queda un sentimiento de culpa, como si estuviéramos profanando la intimidad familiar;. Hoy nadie pulirá las piedras preciosas de la casa del joyero, ni ajustará cuentas con las tablillas archivadas en la casa del banquero. Nadie votará a candidatos cuyos nombres aparecen en las paredes porque nada respira; sólo nosotros, asombrados de lo mucho que aquellas vidas se parecían a las nuestras.
Hermosa descripción realizada desde el corazón. Yo estuve hace unos años en Pompeya y sentí la emoción que relatas durante el paseo. Sentí la historia.
ResponderEliminarGracias por compartir vuestros bellos momentos.
Pili Biarge
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